El
viernes 18 de agosto, se celebró el “III Coloquio Salteño de Literaturas no
realistas y fantásticas”, actividad organizada por algunos docentes del
Departamento de Literatura del Ce.R.P. del Litoral (Institución que este año
está celebrando sus 20 años). En dicho evento, el profesor Pablo Márquez
presentó una ponencia a propósito de mi obra, hecho que desde luego agradezco
infinitamente. Este fue el texto:
La frontera
vibrante. En torno a los mundos alternativos de Pablo Dobrinin
Pablo Márquez
Pablo Dobrinin
(Montevideo, 1970) es, a estas alturas, un veterano lobo en el bosque de la
ciencia- ficción y el fantasy latinoamericanos, cuyos cuentos y poemas han
aparecido en las más variadas publicaciones, como las prestigiosas revistas
especializadas en el género Axxón, Próxima, Asimov y Cuásar,
así como en Espéculo, la revista de Estudios Literarios de la
Universidad Complutense de Madrid. Desde los años 80 ha participado en diversos
proyectos y aventuras editoriales, como los fanzines Diaspar, Días
Extraños y Balazo, y su obra ha sido profusamente difundida,
contando con traducciones al italiano, al catalán, francés y esloveno. No
obstante, sus creaciones reunidas en formato libro son considerablemente
recientes: en 2011 la editorial argentina Reina Negra saca Colores peligrosos, y en 2012 Editorial Melón, también argentina,
imprime el poemario Artaud. El mismo
año Ediciones El Gato de Ulthar, de Uruguay, reedita en nuestro país Colores peligrosos, y en 2016, Fin de
Siglo saca a la calle El mar aéreo,
su segundo libro de relatos.
Todos los críticos
y reseñistas que han abordado la obra de Dobrinin han coincidido en señalar la
originalidad de su perspectiva creativa, en donde la ruptura de la tradición ha
sido, al mismo tiempo, un sincero y sentido homenaje a la misma. El propio
escritor, como lo destaca Axxón (#230, mayo 2012), prefiere llamar a su
literatura de bizarra, e incluso
Dobrinin ha llegado a crear y emplear (un poco en broma, un poco en serio) la
expresión sexy fiction para
caracterizar a su obra. Efectivamente, en sus cuentos desembocan las aguas de
múltiples corrientes y maestros de la literatura fantástica y de la ciencia-
ficción -como Lovecraft, Poe, Bradbury, Borges, Gibson, Tarik Carson-,
entremezcladas con las influencias del comic estadounidense y la historieta
argentina, los descacharrantes bolsilibros de Joseph Berna, la poesía y la
pintura surrealistas, así como del blues, el rock progresivo, el rock sinfónico
y el heavy metal. Es así que lo clásico se da la mano sin vergüenza con el underground y el arte de consumo masivo,
y de ello surge la figuración de una narrativa híbrida de inusitada belleza.
Sin dudas que en
todo ello hay una voluntad de juego, pero no de distracción o simple
divertimento. Hablamos de juego en el sentido de irrespetar reglas y fronteras
de una determinada normatividad para crear un mundo que es negación y reflejo
del otro, del normal. En Dobrinin,
todo purismo dogmático se estrella contra un cosmos que es recreación e
inversión del mundo entendido como real, ya sea que este último se trate de la
realidad concreta como de lo canónicamente aceptado en materia de literatura fantástica.
No obstante, incluso en esto (siguiendo el pensamiento de Amir Hamed) podríamos
afirmar que Dobrinin es fiel a una tradición bien uruguaya (Lautréamont,
Laforgue, Carson, Levrero) de situarse en una periferia discursiva, de afirmar
el yo en las grietas de un mundo fijado desde una centralidad dominante
especialmente por razones de mercado. Ahora bien, ello no quiere decir que, ex
profeso, la obra de nuestro autor reaccione contra lo que está en el centro del
sistema, sino que desprejuiciadamente se abre camino en un universo con sus
ritos creativos fuertemente instalados desde hace décadas, e incluso a
contramano del territorio literario nacional, independientemente de lo que la
industria editorial exija como fórmula de éxito probada y comprobada.
Tanto en Colores peligrosos como en El mar aéreo, lo más puramente
fantástico y surrealista se entrecruza con la ciencia- ficción e incluso el
realismo para generar en el lector momentos de deleite y pesar. El propio autor
señala lo siguiente en un texto teórico anexo a El mar aéreo (al que se accede
a través de un código qr): “Creo en la literatura como una vía de
conocimiento. Con esto no me refiero a una literatura de tesis; yo no pretendo
demostrar nada. No me considero un predicador, un político o un visionario,
sino un buscador. El trabajo creativo, introspectivo, te permite conectarte con
zonas de tu personalidad, de tu mente y de tu espíritu, y desarrolla tu
sensibilidad”. Esa búsqueda de un más allá de los sentidos es un proceso de
desautomatización y de autorrealización, no exento de peligros. En la narrativa
dobriniana (no es una exageración
emplear ese calificativo) se conforman mundos diversos porque parece asumirse
que en el Hombre no hay una única manera de acceder al conocimiento, y debido a
que no hay manual válido para lograrlo, el viaje de descubrimiento comporta
siempre el peligro del naufragio. En este sentido, la muerte y el sexo, como la
locura y el sueño, comportan los hallazgos supremos.
En uno de sus
cuentos más tempranos aparecido en Diaspar #2 (1995), titulado El jardín, el protagonista, Palmer, se
somete a la experiencia de una sustancia que lo transporta mentalmente a través
del tiempo, que redunda en una transformación existencial. El comienzo es el
siguiente:
“Palmer miraba fascinado.
Nueve pisos lo separaban del jardín. Las flores brillaban con intensidad bajo
el sol del mediodía. Un perfume oscuro flotaba en el aire”.
La imagen de la
Muerte se instala desde las primeras líneas, a través del consabido simbolismo
del número nueve (¿nueve cielos?, ¿nueve infiernos?), y la sinestesia (“un
perfume oscuro”) le otorga un carácter circular a este párrafo al combinar lo
tanático con lo erótico, dimensiones que llevarán al personaje a las puertas de
la sabiduría, que serán atravesadas debido al acicate fáustico de la
insatisfacción:
“Sé que ya no seré
el mismo. Fui soldado en la Atlántida, amigo de Gilgamesh, ayudé a destruir
Troya y a expandir el imperio romano. Estuve al lado de los principales líderes
mundiales, influí en sus ánimos e impulsé todo tipo de revoluciones. Practiqué
decenas de religiones e incluso me lancé al ciberespacio y me fusioné con la
Red, con la vana esperanza de ser un dios. Viví toda la historia de la
humanidad, sus logros y frustraciones, todo…, hasta este momento”.
En Los árboles de Isaac Levitan (Colores peligrosos), por su parte, un
enfermo terminal, Mario, amigo del narrador, transita por el último estadio de
su vida, pero lejos de anularlo en su humanidad, la misma se reafirma en la
sabiduría que otorga la conciencia del cercano final. La añoranza de los
paisajes campestres, que contrastan con el encierro del hospital en el que se
encuentra, confiere luminosidad al moribundo:
“Estiró una mano
leve en el aire, como si tocara un recuerdo, y con aquella voz embellecida por
los años, señaló:
-En primavera la
floresta se tiñe de increíbles tonos de verde. Aquí y allá. Es precioso. La
gente debería reparar más en esto.”
No hay en Los árboles… una superación de la muerte
como tal, sino que se busca hacer de ella una experiencia que transforma al
individuo, e incluso a partir de ella las percepciones sensitivas se
intensifican. De todas formas, será a partir de la obra de un artista ruso del
s. XIX, Isaac Levitan, que se producirá la liberación definitiva de Mario, un
uruguayo agonizante del s. XXI. En la pintura de Levitan el protagonista
encuentra un mensaje que trasciende la mera representación:
“Cuando repasás su
obra te das cuenta de la cantidad de ríos y caminos que ha pintado. Y lo más
hermoso, es que esos ríos y esos caminos también son para nosotros. -Y dicho
esto, pasó las páginas para mostrarme que lo que decía era verdad-. Los caminos
llegan hasta la base del cuadro, como una invitación a entrar en ellos. También
hay botes que nos aguardan junto a las orillas. Levitan descubre un paraíso, y
quiere compartirlo con nosotros”.
El arte es la
experiencia y el hallazgo al mismo tiempo; la potenciación de la sensibilidad
artística (independiente del ejercicio profesional del arte) conduce a una
experiencia prácticamente mística, donde la ficción se encuentra con la
realidad y la primera le otorga sentido a la última, invalidando la destrucción
física. Quien narra conduce a su amigo a cumplir un último deseo, y la
irrupción de lo inusitado para el narrador y para el lector no lo será para
Mario:
“A la derecha del
camino se abría otro camino, flanqueado de árboles, que no era ni más ni menos
que el mismo que había pintado Isaac Levitan en la Rusia de 1897.
Aquello era
imposible, y sin embargo no había lugar a dudas.
La exacta
disposición de los árboles, con cada rama, cada hoja. El camino de tierra, con
las huellas de un carro. Las casitas a lo lejos, y el triángulo de cielo,
iluminado por la luna. Todo estaba allí, como lo había pintado Levitan.
Mi amigo no decía
una palabra, pero sus ojos eran tan expresivos que no necesitaba hablar. Se
veía claramente que estaba maravillado. De pronto frunció el ceño, como si
alcanzara una íntima comprensión, y me dijo:
-
Voy a caminar entre esos árboles”.
En el ejemplo que
acabamos de citar, al igual que en las visiones de Emmanuel Swedenborg, los
mundos fantásticos e inesperados (pero eventualmente deseados) se abren a la
cotidianeidad, pero en otras, el lector es instalado desde el arranque en la
extrañeza. Sin embargo, no se puede decir que la imaginación crea una realidad,
sino que hay una realidad entrevista por el autor a través de lo que él mismo
denomina como “imagen epifánica”, y que define como “una imagen reveladora
–generalmente aérea- con connotaciones
espirituales”. Esta imagen epifánica (un jardín, un cuadro, un ángel copulando
con una adolescente, un mar aéreo, un gato artista elevándose por encima de una
multitud en medio de un espectáculo de luces y efectos especiales producto de
su felina imaginación) es el eje en torno al cual gira el argumento narrativo.
Así, un relato sugerente y claro al mismo tiempo, elegante, va poniendo ante
nuestros ojos esa otra realidad
percibida por el autor. En algún sentido el arte de Dobrinin se acerca al
lenguaje de ciertos místicos y alquimistas, como el ya citado Swedenborg, y,
sobre todo, al de William Blake. De ahí que pueda decirse que en Dobrinin la
conjunción de lo fantástico y la ciencia- ficción, de lo ficcional y lo real, inclusive,
es una intersección entre dos mundos que conforman, ambos, una realidad
multidimensional. Lo que para un crítico podría tratarse de un asunto de
teorización (el cruce de géneros), para Dobrinin es una cuestión espiritual, y
por tanto de símbolos. El símbolo nos conecta y nos completa; es un elemento
religioso porque, justamente, nos religa con aquello que nos trasciende. De
alguna forma el símbolo captura parte de esa belleza que es tal porque nos
incomoda, nos descentra y desnormaliza. Es un fenómeno que no podemos
aprehender en nuestra condición limitada. Lo simbólico es inconsciente, y quizá
por ello mismo no es bueno ni malo, ni justo ni injusto. Es el Edén en el que
aún corre desnuda la pareja primigenia, antes de que la serpiente la tiente, y
a la vez es la serpiente, el tentador que puede conducir a la caída.
Esta última
posibilidad se concreta en El mar aéreo.
En este cuento el protagonista está dedicado a cuidar la casa de un conocido
suyo que está de viaje por las islas griegas. En el curso de los días vivirá la
alucinación de un mar aéreo en el dormitorio principal, en el que se suceden bellas
escenas de amor entre dos figuras indefinidas, escenas que progresivamente se
tornan violentas, de la misma manera que la relación del narrador homodiegético con Sacha, la tímida compañera
de clases del liceo que reencuentra como empleada doméstica en casa de su
amigo:
“El mar aéreo
estaba sobre mí, flotando en un silencio tibio. Ese silencio que se nos pega a
la piel cuando ingresamos a un templo. Entre los destellos nadaban los efebos. (…)
El rojo huía. Intentaba escapar de cualquier modo, aunque le costara
desplazarse. Tenía una herida bajo la axila. La piel desgarrada se agitaba en
el agua como un pañuelo. El efebo negro lo perseguía poseído por una furia
ciega. Cuando se acercó lo justo, le lanzó un furibundo zarpazo al muslo y
arrancó un pedazo de carne que se le quedó enganchado entre los dedos. Mientras
los observaba, las piernas se me aflojaron, un escalofrío me recorrió la espina
dorsal y sentí que aquel paisaje comenzaba a invadir mis espacios interiores”.
Los cuentos de
Dobrinin se dejan abordar en una sola lectura, pero, al final de cada uno de
ellos, la sensación de estar atrapado en un laberinto obliga a relecturas. La
imagen epifánica queda vibrando en la mente del lector y exige el retorno de
éste. La palabra, que siempre es lo intrínseco al decir de Borges, va abriendo
esos mundos, y por ese camino se van perfilando múltiples registros
discursivos. Por ejemplo, en La visión
del Paraíso (El mar aéreo) es posible encontrarse con una voz
narrativa en tercera persona que remite a una visión maravillada de una
realidad desconocida, que coquetea con una estética steampunk:
“La bicicleta del
anciano medía doce metros de largo por tres de alto. Gracias a un complejo
mecanismo de pedales, cadenas, hélices, velas y alas membranosas, el buen
hombre, de túnica raída y luenga barba, conseguía que el ingenio se elevara
hasta una altura de trescientos metros y se paseara sobre el continente donde
vivían los seres incivilizados. (…) Era una mezcla de murciélago artificial y
de sabio. Demasiado ridículo para ser un dios y demasiado atrevido para ser un
hombre”.
En La sonrisa del ángel, por su lado, el
discurso narrativo adquiere ribetes más näif, cursis incluso, con varios
lugares comunes, acordes al contexto de relato adolescente de la historia:
“Ahora que la tenía
frente a mí, apenas podía creer lo hermosa que estaba, y no podía dejar de mirar
su áurea cabellera, los ojos color caramelo levemente rasgados, la piel tersa y
esa boca sensual que me hacía pensar en lo delicioso que sería besarla”.
En conclusión, la
obra narrativa de Dobrinin representa un desplazamiento con respecto no sólo a
cierta legalidad realista, sino también en relación a otras discursividades, a
otras territorialidades. Este corrimiento, empero, no está al servicio de una
mera auto-afirmación autoral, sino que implica una auténtica búsqueda de lo que
late más allá de las fronteras de una cotidianeidad que no necesariamente se
asume o percibe como monótona, sino que sólo se trata de generar una pregunta
que la desafíe. Como precisamos antes, en Dobrinin la idea es comunicar con
claridad y elegancia, como él mismo señala, la visión de un más allá
inquietantemente bello. En cualquier caso, aun cuando podamos amontonar
palabras tras palabras en pos de un hallazgo interpretativo, el goce de la
lectura directa de los cuentos de Pablo Dobrinin es una experiencia
intransferible, que abre las puertas al misterio. Y lo mistérico, claro está,
no se somete al sacrilegio del análisis.
Pablo Márquez
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