La
sombra quieta de la letra F, Andrés Echevarría, Melón editora, 68 páginas,
2012, Argentina.
Andrés Echevarría
(1964, Cerro Largo, Melo), ha incursionado con éxito en diversos géneros.
Participó como antólogo, prologuista y ensayista en libros sobre Juana de
Ibarbourou y Jules Laforgue. Su obra
dramática incluye: “La Historia en dos cuerpos” (1992), “Homenaje al espejo” (1993), “Sonorama” (1994), “ZZZZZ...”
(1995), “El re dio la nota”
(1998) y “Cuando la luna vuelve a su
casa” (sobre la vida de Laforgue, 2012, Primer
Premio Municipal Juan Carlos Onetti). En narrativa escribió “Los
árboles de piedra” (2008). Es autor de los poemarios: “Señales elementales” (2006), “La sombra de las horas” (2009), “La plaza del Ángelus” (2011) y
“La sombra quieta de la letra F”
(2012).
“La sombra quieta de la
F” es una antología poética: de la página 9 a la 14 son inéditos, de la 15 a la
28 hay una selección de La plaza del Ángelus (Yaugurú, 2011), de la 29 a la 39
de La sombra de las horas (Estuario, 2009), de la 40 a la 53 de Señales
Elementales (Artefato, 2006), y de la 54 a la 64 inéditos nuevamente.
Más allá de los años
que van del primero al último poema, y de que encontremos verso libre,
alejandrinos o sonetos, lo que queda claro en esta selección es que su autor ha
sabido mantener una identidad a través de los años. Echevarría es el poeta del
misterio que habita en los espacios cotidianos. Existe otra vida, otro mundo, y
está muy cerca de nosotros.
“La sombra quieta de la
letra F” es el título de uno de los poemas, y como es lógico proporciona una de las claves del libro:
“cuando el último acto sea el intento/ de interpretar las cosas y decirlas/ la
historia de bocas que se cierran/en la piel recorrida que se apaga/se posará en
un sitio inexplicable/la sombra quieta de la letra f/y entre los árboles de
algún espacio/encontrará la senda y la palabra”. Hace referencia a la palabra
que espera, a la posibilidad cierta y cercana del hecho poético. La poesía debe
buscarse de un modo natural, sin la violencia de los artificios. Lo que importa
es vencer las resistencias, porque únicamente de esa forma las puertas se
abrirán. Echevarría es un peregrino
humilde y honesto, su estilo es diáfano y ligero. Hay buenas imágenes, no
pomposas pero sí efectivas, una técnica aplicada, y un ritmo sosegado, de modo
que fondo y forma se corresponden con acierto.
Hay que estar
predispuesto para el conocimiento, y no perder de vista que el lenguaje es una
herramienta limitada. La palabra, señala el poeta, es de “rústica forma
inconclusa”, “es una guarida que espera en el inconsciente”, “es un error que
no puede subsanarse”. Es un bosque cubierto de sombras “con el mar del otro
lado, donde no hay huellas del hombre”. La palabra es entonces una
aproximación, aunque imperfecta, a la
eternidad. Puede sugerir, acercarse, pero nunca llega a penetrar el último
misterio, porque tiene las limitaciones del hombre. Y sin embargo, nada hay más
humano que esa búsqueda incesante. “Fracciones”, el último poema del libro,
recuerda que en su viaje, el poeta apenas logra rescatar una parte de la
totalidad: “parte de palabra”, “parte de libro”, “parte de voz”, “parte de
cielo”, “parte de espejo”, etc.
A veces es el silencio
(como sucedía sobre todo en La plaza del Angelus) el portador de las
revelaciones, e incluso la oscuridad: “el silencio de la luz de mi lámpara/que
alumbra nuevamente mi lectura”. Porque el texto que nos interpela no es un
libro, sino el mundo; y el hecho poético no está en los libros, en lo escrito,
sino en la comprensión y la comunión con los elementos.
Para Echevarría el
punto de partida puede ser lo que ocurre en una plaza, la vereda que guarda el
recuerdo de unos pasos y de una vida, la lluvia que “multiplica pensamientos” o
algo tan trivial como el desplazamiento de un insecto: “la hormiga se desplaza
al fondo blanco/ bajo el sol de un mediodía se escapa/ por la cuerda de la ropa
a los pretiles/ en el surco imaginario de las formas/ a los límites desiertos
de un espacio/ a los detalles exentos de importancia”. El espacio acotado es la
puerta al macrocosmos. Ve en lo cotidiano lo trascendente: “…a la sombra que
cubre esta mañana/a la brisa que sopla en su temprana/agonía de todo el
universo”. Otro ejemplo de los muchos que podría citar: “un árbol frente a mi
casa/que fue girando el cosmos en su columna”.
Un instante, un silencio o un movimiento de apariencia insignificante se
convierten en puentes aéreos.
Sin embargo, el hecho
de ver lo que otros no ven, no significa necesariamente que esté despegado del
mundo terrenal, sino que la visión se amplía. En el poema “El mar/ acúfeno de
los desaparecidos”, el poeta señala con tenebrosa belleza: “horror sobre la
playa los tres muertos del agua/ es uno el que se hamaca entre las olas sin
rostro/ el otro lava el nombre y se disuelve en la arena/el último ha quedado
en caracoles impreso/ y suelta su silencio como un pez sin destino/ en unos
cuantos años llamarán a la puerta/ del rudo que en alambres maniató tres
caminos/y el mar tendrá tres rostros y tres nombres tres voces”. Es admirable
el ritmo de esos versos; transmiten la emoción que provoca la contemplación del mar, y sobre el final, el
oleaje parece acelerarse para anticipar un destino ineludible.
“La sombra quieta de la letra F”, esta
antología bellamente editada por Melón, deja en claro que Echevarría se ha
ganado su lugar bajo el sol.
Pablo Dobrinin
(publicado en La Diaria
el 21 de agosto de 2013).
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